Código Negro. Claves para entender la narrativa policial
La
literatura es una cosa curiosa. Mucho se ha dicho de ella sobre su
capacidad para crear, por medio de palabras, mundos paralelos,
universos tan ajenos y al mismo tiempo tan cercanos, tan vívidos que
los lectores con frecuencia solemos sentirnos ciudadanos de esos
otros mundos,
de esas realidades alternas, llámense éstas el país de Nunca
Jamás, Comala o la Tierra Media. Entre esa geografía de letras
tienen un lugar prominente el Londres victoriano de estrechos
callejones, envueltos en una neblina fantasmal donde conviven a un
tiempo el cientificismo decimonónico y el folclore europeo; esa
ciudad de Los Ángeles de los años cuarenta, poblada de detectives
duros pero honestos, mujeres fatales de rubia cabellera, ancianos
millonarios y policías corruptos. Curiosamente ambos entornos
resultan familiares gracias al cine más que a la letras y cuyos
pobladores tienen los rostros de Basil Rathbourne o Humphrey Bogart.
No todos saben que detrás de esos mundos de celuloide se esconden
grandes escritores tradicionalmente ninguneados por la crítica
especializada. Toda una injusticia. Injusticia que este texto
pretende contribuir a solucionar.
Como ocurren con toda
investigación criminal hay que comenzar por el principio,
procediendo con “orden y método”, según la máxima de Hercule
Poirot. Para ello hay que viajar al Boston de la primera mitad del
siglo XIX en donde encontramos al sospecho principal de perpetrar el
nacimiento del género que nos ocupa. Un hombre de apariencia
sombría, rostro demacrado por el abuso del alcohol y el opio, y al
mismo tiempo, poseedor de una inteligencia aguda y precisa. Señas
éstas que podríamos asociar con varias mentes criminales notables,
mas sin embargo, no buscamos a un delincuente sino a un escritor que
responde al nombre de Edgar Allan Poe.
¿Pero cómo pudo un autor
dedicado al relato gótico gestar el género racionalista por
excelencia? La escritora y crítica mexicana María Elvira Bermúdez
tiene una opinión al respecto:
Así
como se habla de la “difícil facilidad del genio”, es posible
formular conjeturas entorno al instante justo en que Poe se
convirtió en creador de un género literario. Las condiciones [...]
estaban dadas: preferencia por determinados asuntos y una práctica,
si no muy larga en el tiempo, sí intensa en el ejercicio. A ello hay
que añadir la afición notable que Poe tenía por los criptogramas.
Justamente en el año de 1835, cuando escribió Los
crímenes de la calle Morgue,
se encontraba enzarzado en dicho pasatiempo. [...] Con motivo de
alguna lectura, de algún comentario que alguien formuló, debió
pensar que en la vida existen enigmas patentes, dolorosos, mucho más
dignos de estudio que un escueto criptograma: los crímenes. Por una
vez en su vida prestó atención a la realidad que lo circundaba. Y
esa realidad provocó en él una reacción positiva, gestada en los
principios éticos que sin duda le fueron inculcados por Mr. Allan y,
también, por sus mentores ingleses: la de que el mal, sobretodo en
sus consecuencias, debe ser combatido. El mal se presenta a sus ojos
en la única forma en que él podía contemplarlo con atención: en
forma de enigma. En las últimas páginas de Eureka,
dice: sólo desde este punto de vista -una larga elucubración
anterior- “comprendemos los enigmas de la Injusticia Divina, del
Hado Inexorable. Sólo desde este punto de vista resulta inteligible
la existencia del Mal; pero aún más: desde este punto de vista
resulta soportable”. El Mal es pues, aunque provenga de la
divinidad, un enigma. Una vez esclarecido éste, resulta soportable,
aunque sus efectos persistan. Lo que importa, pues, es su
esclarecimiento. Allí, en esa idea, está el germen de la literatura
policiaca.1
En
la cita anterior Bermúdez señala un punto fundamental para entender
el género policiaco: la resolución de un enigma criminal. Ése es
el leit motiv de
toda narración policial. El esclarecimiento de un crimen cometido
bajo circunstancias misteriosas (generalmente un asesinato, aunque
igual puede ser un robo o una desaparición). Este punto nos plantea
una nueva pregunta: ¿quién nos proveerá la solución al enigma?
Ese papel le corresponde a la figura del detective. El primero de
esta larga estirpe de sabuesos apareció en el ya citado relato Los
crímenes de la calle de Morgue
y responde al nombre de Charles-Auguste Dupin, un aristócrata
francés de una familia venida a menos que vive recluido en una vieja
casona parisina junto con un amigo (quien es el narrador de la
historia y cuyo nombre nunca nos es revelado), sin mayor ocupación
que la lectura de libros raros. Dupin es descrito como una persona
fría pero con una inteligencia superior que acomete la tarea de
investigar un siniestro doble asesinato, ocurrido bajo condiciones
tan oscuras que ha dejado perplejas a las autoridades, como un mero
reto intelectual. La investigación es llevada a cabo por el
detective haciendo uso de un riguroso método de análisis racional,
concluyendo en una resolución tan sorprendente como inesperada. Por
medio de este relato Poe establece la estructura básica que a partir
de ahí seguirá todo relato policiaco: un enigma criminal, un
detective y una investigación llevada a cabo por éste.
No
obstante, con el devenir de los años (y los escritores) dicho
esquema irá evolucionando, ganando en complejidad y calidad
literaria y diversificándose en los que podríamos denominar como
“subgéneros” dentro de la narrativa policiaca. Aunque estas
divisiones son discutibles (como ocurre con prácticamente cualquier
taxonomía literaria) hay al menos tres variantes importantes dentro
del género que son más o menos aceptadas por la crítica: la
novela-problema, la novela negra y el thriller.
El
primero de estos subgéneros, la novela-problema (a veces también
denominada como tradicional, clásica, de enigma, detectivesca o de
misterio2),
fue la primera en cultivarse de las tres modalidades anteriormente
aludidas y su época de mayor esplendor fue el periodo de entre
guerras (1920 - 1930). Posee todos los elementos ya expuestos en los
cuentos de Poe: un detective con un poder de observación y análisis
deductivo fuera de lo normal (el cual investiga el caso como simple
desafío a su inteligencia pues raramente pertenece a algún cuerpo
policiaco), un complicado crimen aparentemente imposible, una
investigación llevada a cabo utilizando casi exclusivamente el
razonamiento lógico para ir armando el complicado rompecabezas que
por lo general es el caso y ubicada dentro de un espacio cerrado
(trenes, barcos, viejas casas de campo, etc.) y con un desenlace
sorpresivo acompañado de una explicación final por parte del
detective donde ata todos los cabos sueltos. Este sería el esquema
básico de la novela-problema que los posteriores cultivadores del
género irán desarrollando.
Aunque
durante el siglo XIX surgieron autores del género policiaco como
Wilkie Collins y su Piedra
lunar
(una de las primeras novelas policiacas) y Emile Gaboriau y su serie
sobre el inspector Lecoq, sería hasta finales de éste que
aparecería la primera gran figura de la narrativa policiaca: Sir
Arthur Conan Doyle. Este escocés, médico de profesión y escritor
por vocación, no creó un personaje sino que dio luz a un mito; es
el padre del detective por excelencia: Sherlock Holmes. Este
personaje se convertirá a partir de su primera novela, Un
estudio en escarlata (1887),
en modelo a seguir por parte de los escritores posteriores y cuyos
personajes (Hercule Poirot, el padre Brown, Philo Vance o Perry
Mason) serán siempre un émulo de él. Julian Symons es su libro
Historia
del relato policial
lo define de la siguiente manera: “Una parte del atractivo de
Holmes era que a mucha distancia de cualquiera de sus rivales
posteriores, él representaba el hombre superior a la manera
preconizada por Nietzsche. Era reconfortante tener al lado a un
hombre como aquél”.3
Esta es sin duda la mayor aportación de Conan Doyle al género en
general y a la novela-problema en particular, pues sería a partir
del detective que se construirá la definición de ésta. Pero no
sería la única aportación importante. Aunque Conan Doyle fue
esencialmente un cultivador del relato corto (que estuvo en boga los
primeros treinta años del siglo XX4),
también escribió cuatro novelas protagonizadas por Sherlock Holmes,
de las cuales El
sabueso de Baskerville
(1902), en opinión de María Elvira Bermúdez “es sin duda la
mejor novela policiaca que escribió el escocés y la que ha fungido
de molde para tantas otras que se han escrito posteriormente y que
ahora podemos llamar tradicionales”.5
De esta manera podemos concluir que Conan Doyle tomó el modelo
creado por Poe y le dio sus rasgos definitivos que a partir de ahí
definirían al género. Para bien y para mal.
Y
es que a partir del siglo XX surgieron toda una legión de escritores
policiacos siguiendo la estela dejada por los relatos holmesianos.
Sin embargo, estos continuadores de dicha tradición por lo general
no están a la altura de su modelo. Por esta razón Julian Symons
opina al respecto que:
Al
escribir sobre la gran mayoría de sucesores inmediatos de Sherlock
Holmes hay que adoptar un sistema de valores diferente. El interés
de su obra estriba en la inteligencia con que se plantean y resuelven
unos problemas, no en su capacidad de crear unos personajes
verosímiles ni en la de escribir historias interesantes en sí y no
como enigmas. El talento desplegado durante este periodo merece ser
llamado la primera Edad de Oro de la historia criminal, aunque es
preciso reconocer que el metal del que está hecha es de nueve
quilates, mientras que las historias de Holmes son oro puro.6
Es aquí donde empezamos a
encontrar los primeros problemas con este tipo de narrativa y de
donde se valen sus más acérrimos críticos para menospreciarla,
refiriéndose a ella como literatura barata o sub-literatura. Los
autores de esta llamada “Edad de Oro” tomaron los elementos
creados por Poe y desarrollados por Conan Doyle y los convirtieron es
una rígida y encorsetada fórmula que produjo cientos de libros a
los que les quedan los términos de “ingeniosos”, “divertidos”
o “entretenidos”, pero que en su mayoría poseen un escaso o nulo
valor literario.
Esto se debe sin duda a que
luego de Sherlock Holmes, el género que hasta entonces había sido
una modalidad más de la narrativa, una curiosidad, se volvió
inmensamente popular y muchos autores sin demasiada vocación tomaron
el esquema básico y se enfocaron en crear enigmas cada vez más
complicados con el fin de sorprender siempre al lector y conseguir
así mejores ventas (llegando a extremos auténticamente ridículos),
y descuidando los elementos que hicieron de Poe y Conan Doyle dos
autores siempre vigentes: lo literario. Este tipo de narrativa se
extendió más o menos hasta finales de la década de los treinta en
que el género empezó a decaer (más no se extinguió). Sin embargo
tampoco sería exacto decir que toda la novela-problema posterior a
Holmes es inferior. Hay una lista (quizá no demasiado larga) de
autores cuyo valor literario es incuestionable. Tal es el caso del
belga George Simenon (creador del comisario Maigret) y de Gilbert K.
Chesterton, (creador del padre Brown). Yo incluiría en este grupo
selecto a Agatha Christie, quizá un escalafón por debajo de los dos
anteriores, pero aún así posee más calidad de lo que generalmente
se le reconoce.
Paralelamente
surgió en Estados Unidos a finales de los años veinte un tipo de
literatura policiaca muy distinta a esos juegos racionalistas. En
medio de un Estados Unidos corroído por la corrupción, con la
sombra del crimen organizado cubriendo sus grandes ciudades y cuya
imagen de bonanza económica se desmoronó tras la caída de la bolsa
de valores en 1929; en estas páginas fabricadas con un papel de
ínfima calidad ya no desfilaban elegantes damas inglesas, viejos
coroneles, condesas rusas, fieles mayordomos e inteligentísimos
detectives; tenemos, en cambio, toda una ralea formada de gánsteres,
estafadores, policías corruptos, mujeres de dudosa ocupación y aún
más dudosas intenciones y detectives de gesto duro, mirada cínica y
en muchos casos apenas mejores que los criminales que enfrentan; la
vieja casa de campo inglesa ha sido trasmutada por obra y gracia de
alquimia literaria en oscuros callejones de Los Ángeles, el
misterioso barrio chino de San Francisco o alguna otra soleada ciudad
californiana. Había surgido la novela
negra.
¿Pero
dónde inició esta transformación? Como siempre ocurre en la
literatura es difícil situar un origen concreto, no obstante, hay
un escritor al que unánimemente se le atribuye tal mérito. Su
nombre, Samuel Dashiell Hammett. De él el otro gran maestro de la
novela negra, Raymond Chandler, en su ensayo El
simple arte de matar dijo:
Hammett
escribió al principio (y casi hasta el final) para personas con una
actitud aguda y agresiva hacia la vida. No tenían miedo del lado
peor de las cosas; vivían en ese lado. La violencia no les
acongojaba. Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo
cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un
cadáver. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas de
duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a esas
personas en el papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el
lenguaje que habitualmente usaban para tales fines.7
Es
así como la novela negra deja atrás la afectación de la Edad de
Oro y deviene en un relato mucho más realista donde el enigma dejar
de girar en torno al Quién
y al Cómo
y ahora importan más las razones que llevan a alguien a cometer un
ilícito. Un realismo que pretende presentarnos de manera verosímil
el mundo del hampa, de la corrupción, del Mal. Pero no el Mal
abstracto a la manera religiosa, sino uno concreto, visible
diariamente para todos. Por esta razón Raymond Chandler se considera
un autor de novelas policiacas realista:
El
realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los
pistoleros pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el
que los hoteles, casas de apartamentos y célebres restaurantes son
propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles; en
el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y
en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más allá , en
el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas;
un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de
contrabando puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una
botella de un litro en el bolsillo; en que el alto cargo municipal
puede haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero,
en el que ninguno puede caminar tranquilo por una calle oscura,
porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero
que nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede
presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete,
pero retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en
lugar de decírselo a nadie, porque los atracadores pueden tener
amigos de pistolas largas, o a la policía no gustarle las
declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la
defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en
público, frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez
político haga algo más que un ademán superficial para impedirlo.8
Con la novela negra la literatura
policiaca sobrepasa su calidad de mero entretenimiento y se vuelve un
instrumento para cuestionar el orden establecido, a las instituciones
que nos gobiernan y la propia naturaleza humana. Ya no es sólo un
relato de aventuras inofensivo para pasar el rato, para descansar de
la “novela oficial”, como diría Alfonso Reyes, sino que por
derecho propio adquiere la categoría de Literatura “a secas”,
con mayúsculas y sin adjetivos que menoscaben su valor, que nieguen
su capacidad para conmover, para estremecernos y perturbarnos como
cualquier novela bien escrita. Incluso rompiendo con el esquema
básico de detective-enigma-investigación y resolución e
inclinándose por otros derroteros, como le explica Marcel Duhamel:
El
lector desprevenido debe desconfiar: es peligroso poner en manos de
cualquiera los volúmenes de la Serie
Noire.
El aficionado a los enigmas a lo Sherlock Holmes a menudo no
encontrará en ellos lo que busca. Y tampoco un optimismo
sistemático. La inmoralidad, además, es admitida generalmente en
esta clase de obras con fin de que sirva de contrapeso a la moral
tradicional y la encontramos en igual medida que los buenos
sentimientos y que la amoralidad misma. Su espíritu rara vez es
conformista. Leeremos acerca de policías más corrompidos que los
malhechores a quienes persiguen. El simpático detective no siempre
logra descubrir el misterio. A veces ni misterio hay. Y otras, ni
siquiera un detective. Pero ¿entonces? Entonces sólo queda la
acción, la angustia, la violencia —bajo
todas sus formas, en especial las más viles—, la tortura y la
masacre...9
Como
indican las palabras anteriormente citadas la novela negra ya no
trata sólo de un enigma criminal sino que se enfoca más en
representar ese lado oscuro, siniestro, oculto de la vista de todos,
de nuestra sociedad y sus consecuencias en la misma ya que, como
opina Vicente Francisco Torres, “atiende al acto delictivo más
como una posibilidad o como una atmósfera que como un hecho
consumado”.10
En
consecuencia en la novela negra encuentran cabida ya no sólo
protagonistas del lado de la ley, también adquiere voz el bando
opuesto: lo criminales. Esta variedad de la novela negra aborda
historias sobre la planeación de algún asesinato, una banda de
ladrones perpetrando atracos, además de una perfilación sobre la
naturaleza del delincuente. La denuncia social, sin desaparecer, da
paso al desarrollo de la psicología del criminal que adquiere un
papel principal y en base a la cual se construye la intriga y el
suspense
que antes provenía del enigma. El único rasgo en común de estos
protagonistas con los detectives es su naturaleza fatalista de
eternos perdedores destinados únicamente al fracaso, a la tragedia.
Una
cosa curiosa con esta clasificación es que genera que obras escritas
fuera del periodo que normalmente se le atribuye a la novela negra
puedan entrar dentro de ella, como sucede con Crimen
y castigo
de Dostoievski. No obstante los autores más representativos de este
tipo de novela negra (a veces también denominada como criminológica)
son James M. Cain, Jim Thompson, Patricia Highsmith y los franceses
Pierre Boileu y Pierre Ayraud (alias Thomas Narcejac) que escribieron
varias novelas de manera conjunta firmadas bajo el nombre de
Boileu-Narcejac.
Esta
modalidad de la novela negra (junto a su vertiente más tradicional)
fue muy popular en Estados Unidos como hasta los 50's, época en que
comienza su decaimiento en favor de un nuevo género denominado como
Thriller.
Como
ya se ha mostrado a lo largo de este ensayo la literatura policial
está íntimamente relacionada con el contexto histórico en el que
fue escrita. En su primera época surge la novela-problema como
reflejo de ese estado de bienestar de la sociedad occidental (donde
Inglaterra es el ejemplo más representativo); la novela negra es
producto, por otro lado, de la descomposición social y moral de la
sociedad norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Pero tras
el final de la Segunda Guerra Mundial el mundo cambió de forma
radical y una nueva potencia se erigió en la escena internacional,
dividiéndolo en dos perspectivas diametralmente opuestas: por un
lado estaba la visión capitalista, encabezada por Estados Unidos; en
el polo opuesto estaba la visión socialista, representada por la
Unión Soviética. Dando comienzo así la llamada Guerra
Fría.
Pero esta nueva guerra no se
peleaba en un campo de batalla tradicional. Sus protagonistas, en vez
de soldados, ahora son agentes que espían y recopilan información;
agentes en la sombra que conspiran silenciosamente para destruir las
naciones desde dentro, comprando consciencias o manipulando
ciudadanos inconformes en favor de los intereses de su respectiva
patria. Es la época del miedo hacia una otredad desconocida, oculta
tras un figurativo telón de acero a través del cual no podemos ver
y es ese desconocimiento lo que nos genera la paranoia de estar
constantemente asechados por fuerzas extrañas que sólo buscan la
destrucción de nuestro modo de vida; paranoia que fue todavía más
alimentada por la carrera armamentística emprendida por Occidente y
Oriente.
Este escenario fue el caldo de
cultivo idóneo para el surgimiento del thriller.
El
thriller conserva de las modalidades anteriores al protagonista
solitario, pero las características de éste han cambiado. Atrás
quedan el detective súper racional o el perdedor que resolvía los
casos en base a obstinación más que cerebro, dando paso a un héroe
que, en opinión de María Elvira Bermúdez, “se ha vuelto más
violento y mujeriego y, a la vez, increíblemente invulnerable”.11
La intriga y el suspense también se construyen de forma distinta,
pues el enigma pierde importancia o desaparece en favor de la
peripecia; el detective ahora más que investigar, actúa. Y tales
acciones más que descubrir a un criminal están encaminadas a
desentrañar una conspiración creada entorno a él. Ese es el
esquema de todo thriller, pues según Jerry Palmer debe estar
conformado por un héroe solitario y competitivo enfrentado a una
conspiración.12
De este modo el thriller se convierte en la literatura de la
paranoia.
Por tal motivo este subgénero
en esta primera época (los cincuenta) el escenario predilecto para
los autores es el mundo del espionaje, aprovechando la creciente
xenofobia que la Guerra Fría había infundido en los ciudadanos
occidentales hacia la Unión Soviética. Por ello los villanos de
estas novelas siempre son agentes de la inteligencia rusa, o aliados
de éstos, como chinos, alemanes orientales o algún otro grupo
étnico contrario a la ideología occidental; y lo héroes, por lo
general, son valientes agentes de los servicios secretos
occidentales. El personaje emblemático de este tipo de narrativa es
James Bond, creado por el escritor británico Ian Fleming. Al
respecto, Julian Symons opina:
Como
ha señalado Kingsley Amis, «en
todas las aventuras de Bond nunca hay un inglés metido en el papel
de malo»,
lo que a Amis le parecía admisible considerando que el uso de
extranjeros en el papel de malos era «una
práctica más antigua que nuestra literatura».
Esencialmente la fantasía de «Sapper»,
pero con la tonadilla de moda de los años cincuenta. Pues aunque
Bond es un patriota dispuesto a sufrir la tortura por su patria,
también es un asesino que trabaja a sueldo y su código moral no le
impide meterse a la cama con todas las mujeres que tiene a mano. En
los años cincuenta estas cosas eran plenamente aceptables y los
lectores acogieron a Bond por que les aportaba una excitación de un
cariz particularmente moderno que faltaba en sus vidas. Supo llevar
al ambiente puritano de la Inglaterra de posguerra la exaltación de
todos los placeres físicos, incluidos el sadismo y el masoquismo.
Era la fantasía perfecta del hombre fanático de la organización,
porque él era también un fanático de la organización, si bien, al
revés del modelo típico, era individualmente poderoso. Actuaba,
destruía, daba la impresión de libertad.13
Las novelas de Bond son, pues,
esencialmente fantasía pero alimentadas por su tiempo y por la
ideología imperante en su contexto: el anti-comunismo de los
cincuenta y el puritanismo inglés. No obstante, y tratando de ser
justos, no se debe tomar a Ian Fleming (ni a otros autores) como un
propagandista de la idiosincrasia del capitalismo occidental (o por
lo menos no uno consciente), sino un hombre de su tiempo que
aprovechó y, al mismo tiempo, reflejó el pensamiento ideológico de
su sociedad con fines meramente editoriales. En consecuencia, sus
novelas más que reflejar su propia forma de pensar y ver el mundo
refleja la de sus lectores, razón por la cual consumían vorazmente
sus libros. Prueba de esto es que luego de que la relaciones con la
Unión Soviética se suavizaran un poco Fleming se vio en la
necesidad de dejar de usar al servicio secreto ruso como enemigo y lo
reemplazó con una organización terrorista ficticia llamada SPECTRE.
En el extremo opuesto tenemos a
John Moore Cornwell, conocido dentro del mundo del thriller como John
Le Carré. Este escritor de origen inglés representó el contrapunto
de James Bond. En sus obras no encontramos el sensacionalismo que
pulula por toda la prosa de Fleming sino un descarnado realismo que
iguala al mostrado por la novela negra. Ideológicamente también
está bastante alejado de la visión conservadora de Bond, tal y como
lo menciona Julian Symons:
A
mi modo de ver, existen dos tradiciones tanto en la novela de
espionaje como en la novela de tema criminal. La primera es
conservadora, se coloca en el bando de la autoridad, reconoce que los
agentes luchan para proteger cosas que poseen un valor. La segunda es
radical, critica la autoridad, acusa a las fuerzas del orden de
perpetuar —de
crear incluso— unas barreras falsas entre «nosotros»
y «ellos». Fleming pertenece a la primera tradición, Le Carré a
la segunda. La contextura propiamente dicha de sus libros tiene
contraída una deuda con Maugham y Green, pero el material que
maneja está firmemente arraigado en las revelaciones sobre agentes
soviéticos que estremecieron la Inglaterra de los años cincuenta.
Los mensajes del injustamente desestimado Call
for the Death
o del Spy,
así como los libros de Le Carré posteriores a éstos, dicen que la
autoridad no se muestra benévola con aquellos que están a su
servicio; es más, que es frecuente que los destruya, que la labor de
espionaje y contraespionaje es a menudo torpemente incierta en sus
objetivos y en sus efectos, que «nuestros» hombres pueden ser
personalmente viciosos y los «suyos» gente decente y, lo que es más
importante, que un agente secreto suele ser un individuo débil y no
fuerte, totalmente indefenso una vez atrapado en la red del
espionaje.14
Le Carré, al igual
que Hammett y Chandler en la novela negra, utilizó la literatura
popular como herramienta para reflexionar y criticar su realidad
circundante. Sus novelas son una visión muy lúcida sobre la Guerra
Fría y su consecuencias en la sociedad que le tocó vivir. A través
de sus personajes, tan patéticos, frágiles y tristes como las
personas de la vida real, nos muestran la verdad detrás del
desconocido mundo del espionaje. No hay héroes ni villanos, no hay
glamour ni gloria; sólo hay un juego por el poder entre los
poderosos y los agentes son sólo fichas prescindibles en dicha
partida.
Para John Le Carré
el thriller es el vehículo para expresar lo que para él está mal
en este mundo. ¿No es para eso que sirve la literatura?
Recapitulando, a lo
largo de este texto se dio un brevísimo (enfatizando dicho adjetivo)
repaso por la historia de la narrativa policial y se mencionaron tres
sub-divisiones que comúnmente se le atribuyen: la novela-problema,
la novela negra y el thriller. De éstas el autor de este trabajo
procuró explicar las características distintivas de cada una de
ellas y pretendió, sin demasiada ambición dicho sea de paso,
arrojar un poco de luz sobre tal cuestión para los profanos en el
tema. Sólo le resta hacer unas cuantas precisiones más.
Existen
varios libros que tratan con mayor profundidad el tema de este
ensayo, sin embargo, cabe hacer la aclaración que la clasificación
sobre la que gira este texto debe ser tomada con las reservas
adecuadas. Las denominaciones como novela negra o thriller, más que
por la crítica, fueron creadas por las editoriales y sus áreas de
publicidad. Por ello en la actualidad pueden o no corresponder con
las características a las que se ha referido anteriormente. Eso sin
mencionar que con el paso de los años y los autores han demostrado
que las barreras entre tales divisiones son bastante arbitrarias y
generalmente poco útiles a la hora de una análisis crítico serio
que busque valorar la calidad literaria de tales obras. No obstante,
este autor considera que no se deben descartar del todo pues sirven
para determinar por qué una obra como Extraños
en un tren
de Patricia Highsmith es una novela tan auténticamente policiaca
como lo es El
sabueso de Baskerville
de Conan Doyle, a pesar de lo diferente del desarrollo de su
argumento, sus personajes y las intenciones de sus respectivos
autores a la hora de escribirlas e independientemente de su calidad
literaria.
Para
concluir, sobre este último aspecto, la tan cacareada calidad
literaria, y la todavía más cacareada cantaleta de la critica
especializada sobre la ausencia de ésta en la narrativa policial, me
gustaría citar una última vez a Julian Symons, quien opina que este
tipo de literatura “ha producido unas cuantas obras maestras,
muchos libros de calidad y una cantidad enorme de desechos más o
menos entretenidos”.15
A lo que este autor agregaría que se puede decir exactamente lo
mismo de la literatura en general, salvo lo de entretenido, y por lo
tanto considera que todo acercamiento al género policiaco como algo
diferente, marginal, ajeno a la literatura “a secas” denota una
estrechez de mente casi medieval cuando no directamente idiotez. Sólo
existe literatura sin adjetivos.
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Editorial Bruguera
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Consejo Nacional
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D.F. 2003.
2Bermúdez,
María Elvira. Qué es lo policiaco en la narrativa.
Pág. 3.
3Symons,
Julian. Historia del relato policial.
Pág. 94.
4Symons,
Julian. Op. Cit. Pág. 129.
5Bermúdez,
María Elvira. Op. Cit. Pág. 2.
6Symons,
Julian. Op. Cit. Pág. 109.
7Chandler,
Raymond. El simple arte de matar.
Pág. 9.
8Chandler,
Raymond. Op. Cit. Pág. 11.
9Citado
por Vicente Francisco Torres en Muertos de Papel. Un paseo por la
narrativa policial mexicana.
México, D.F., Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. 2003,
Pág. 19.
10Torres,
Vicente Francisco. Muertos de Papel. Un paseo por la narrativa
policial mexicana. Pág. 20.
11Bermúdez,
María Elvira. Op. Cit. Pág. 3.
12Palmer,
Jerry. (Thrillers). La novela de misterio. Génesis y estructura
de un género popular. Pág.
39.
13Symons,
Julian. Op. Cit. Pág. 341.
14Symons,
Julian. Op. Cit. Pág. 343.
15Symons,
Julian. Op. Cit. Pág. 11.
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