Cenicienta.


Para la verdadera Cenicienta.

Tras ella se cerró la puerta quedamente, como apenada por hacer ruido. Siempre volvía a casa de la misma manera, en silencio. Era parte de las reglas no escritas de su hogar. Un reglamento al cual no comprendía muy bien pero tampoco se atrevía a cuestionar. Quizá su inescrutabilidad se debía a que eran mandamientos provenientes de tiempos antiguos, antes del hombre, antes incluso de Dios. Provenían del caos, de los miedos fundamentales que con el pasar de los siglos fueron adquiriendo forma, tornándose primero en vida y posteriormente en civilización. En la escuela había aprendido eso. La historia del hombre es la historia del miedo. Los primeros seres humanos no se agruparon por fraternidad entre ellos, lo hicieron por miedo a los demás animales; las primeras guerras fueron por miedo a que otro grupo los atacara; las religiones mismas se basan en el miedo a lo desconocido, al más allá, a la muerte. Ese miedo primigenio, estaba segura, anidaba en el espíritu de su madre y era el causante de su comportamiento de carcelera, enclaustrándola en casa con limitadas licencias al exterior (como asistir a la escuela, compra de víveres y una salida recreativa de cuando en cuando). Y ella, poseedora de igual forma de ese miedo primitivo, tampoco se atrevía a desafiar su mandato.

                Arrojó descuidadamente su bolso sobre una silla y se tumbó en la cama. Miraba el techo imaginándose, cual Edmundo Dantès, escapar de su personal Castillo de If. No deseaba vengarse de nadie, sólo irse, irse tan lejos como mundo hubiera. Sonrió con tristeza. Sabía perfectamente que no pasaría del pensamiento a la acción. Miró el cuadro inacabado que descansaba sobre un caballete en el rincón de su habitación. Había trabajado en él durante dos semanas y cuando ya iba a la mitad un trazo descuidado lo arruinó. Había escuchado que el arte era liberación, pero para ella, sus clases de pintura sólo significaron dinero perdido y mucha frustración. Tal vez lo suyo no era la pintura. Respiró hondo, se levantó de la cama y se dirigió a la silla para sacar su celular y consultar la hora. Descubrió que tenía cinco llamadas perdidas de Vicente. Lanzó un juramento. Las cosas no habían andado muy bien con él últimamente. Él se quejaba de que ella siempre estaba inaccesible, que su único contacto era a través de SMS o por Internet  y que no había forma de mantener una relación de esa manera. Sabía que tenía razón, pero no había mucho que pudiera hacer. No tenía el valor de enfrentar a su madre. Cuando lo intentó las cosas no salieron muy bien. Pensó en devolverle la llamada pero sabía que terminaría peleando y optó por mejor no hacerlo.

                Conectó su teléfono a unos altavoces y comenzó a reproducir la música en mp3 almacenada en la memoria del aparato. Se recostó en su cama de nuevo mientras la habitación se inundó con la voz aguardentosa de Joaquín Sabina. No era especialmente melódica, pero le gustaba su voz, el feeling que le daba a sus letras y los sentimientos que evocaba en ella. Cada palabra adecuada, cada adjetivo preciso, movía algo en su interior. Algo profundo, distante en el tiempo, en el espacio, pero cercano a un nivel metafísico….

         Bernardo… 


         …tardé en aprender a olvidarla, diecinueve días y quinientas noches.


Siempre se ha cuestionado eso. ¿Realmente se puede olvidar a alguien? ¿Alguien así de importante? Físicamente sólo habían pasado seis meses; metafísicamente parecían años, décadas incluso. Cómo una película muda reencontrada después de años desaparecida y en un estado deplorable. Pero al proyectarla una vez más, pese a la imagen mutilada, difusa, carente de voz, suscita las mismas emociones que antaño. Así, una tras otra, las odas o elegías sabinescas restauraban poco a poco el retrato de Bernardo, hasta volverlo, una vez más, nítido en su mente.

Todo regresó. El aroma a loción impregnado en su camisa. Ese olor ácido, afilado, depredador. Se estremeció. Los fantasmas de sus dedos recorrieron su piel, despacio, suave, conquistadoramente. La sangre comenzó a galopar en sus venas. El eco de su voz dura, gruesa, de dios antiguo, navegó por su oído de nuevo. Su respiración se tornó en rabioso huracán. Una ola golpeó con decisión, violenta, ansiosa, la playa desierta de sus labios…

La música cesó.

Desorientada, se puso de pie, abrió un cajón donde extrajo un pañuelo desechable y limpió los recuerdos de su mano. Un tanto confusa fue al baño a lavarse para posteriormente ir a la cocina a preparar la cena para ella, su madre y su hermana pequeña.

Su madre se quejó de que la comida había resultado algo insípida. Ella se excusó diciendo que no quiso arriesgarse a que resultara muy salada por lo que se moderó con dicho sazonador. Lo cierto es que sus sentidos aún se hallaban inundados por aquella fragancia metafísica. Escuchó con atención aunque sin interés la crónica del día de su madre así como las aventuras de Jacinta, su hermana menor, en sus clases de natación. Concluida la cena, se quedó sola en la cocina, lavando los platos.

Recordó otra vez a Bernardo. No era la primera vez que tenía arrebatos como el de momentos atrás. No siempre eran tan físicos, a veces se limitaban a escribir un SMS dónde le hacía reclamos, le decía cuanto lo extrañaba o simplemente que pensaba en él. Pero siempre había sido así, desde el principio. Ella había ido a una fiesta de la escuela (después de rogarle a su madre durante una semana), y ahí fue cuando lo vio y comenzó todo. Bastó una simple mirada para construir un puente; una calzada por dónde la legión que era su personalidad la invadiese sin posibilidad de pedir tregua ni clemencia. Como toda conquista, fue violenta, confusa, vertiginosa… y efímera. El invasor se marchó una vez saqueado el territorio, dejando tras de sí sólo vestigios, escombros de caricias, acueductos de saliva y la imposición de un culto a su propia figura.

Retornó a su habitación, cual ejército derrotado, dejando atrás los anhelos de gloria, y sólo deseando un poco de paz. Era entonces cuando la ciudad amurallada que era su casa no parecía tan terrible y ese miedo supersticioso al exterior de su madre resultaba casi lógico, aceptable. Ella misma se había vuelto una fortaleza, una Troya interior alertada de los caballos de madera. Después de Bernardo vinieron otros invasores que la mantuvieron en estado de sitio. Y aunque tuvieron sus victorias ocasionales, finalmente todos se rindieron, uno a uno, al no poder derrumbar sus muros. Incluso Vicente, su actual invasor, estaba a punto de capitular. Poseía la fuerza de Aquiles, pero sin el ingenio de Odiseo su derrota era segura. Vicente le gustaba más que los otros por su fortaleza, su energía, y su arrebato. Incluso las circunstancias en que se conocieron poseían la emoción del peligro, de la trasgresión. Vicente había sido novio de una amiga suya. Se habían tratado superficialmente cuando salía con su amiga, pero no fue hasta unos meses atrás, en una reunión en la que coincidieron, que él se acercó y le declaró su amor. Ella estaba aturdida por la confesión, pero el candor, el apasionamiento con el cual lo hizo la impresionó. Así inició su guerra secreta, a distancia, fría. No había épicas batallas. Ésta se libraba por medio de espías, de servicios de información, de mensajes encriptados. Su espíritu guerrero no soportaría aquella guerra cerebral. Por eso sabía que tarde o temprano claudicaría. Tristemente, no lo lamentaba.

De vuelta a la seguridad de su habitación, se tendió en la cama, encendió su computadora portátil y revisó su cuenta en una red social. Como de costumbre lo único que encontró fue una demencial cantidad de absurdo, idiotez, banalidad, hipocresía, y vacío absoluto. Básicamente, el mundo real digitalizado. Pese a todo ella participaba de ese mundo por inercia. No obstante, de cuando en cuando dejaba alguna frase significativa, una palabra curiosa, una pista hacia su alma, en espera de que algún aventurero (no quería príncipes, ya estaba harta de ellos), encontrara su zapatilla de cristal encriptada en código binario y corriera a encontrarse con ella. Alguien capaz de sacarla de su mortal seguridad, de su angustioso confort, del absurdo de la vida decente, sea lo que sea que eso significara, y removiera de su cuerpo ese rigor mortis metafísico conocido como buenas costumbres. Sin embargo, en el muro de su perfil no había ninguna respuesta… sólo treinta y cinco comentarios nuevos.

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