Litio, de Imanol Caneyada. El pozo de la soledad.

 


Escuché por primera vez sobre Imanol Caneyada por allá de 2010 en el libro de ensayos El norte y su frontera en la narrativa policíaca mexicana (Plaza y Valdés, 2005), donde uno de los compiladores, el Dr. Juan Carlos Ramírez-Pimienta, lo consideraba una de las promesas del revitalizado género negro mexicano que, en ese momento, tenía su epicentro en el norte de México. Un autor nacido en España, pero reconvertido en sonorense por convicción, que irrumpía en el panorama literario mexicano con una fuerza desbordada. Más de una década después los vaticinios del académico se cumplieron y en la actualidad Caneyada es ya una de las voces más importantes de las letras nacionales, al grado que recientemente fue galardonado con el Premio Dashiell Hammett 2023 que otorga La Semana Negra de Gijón, el festival de literatura negra/policíaca más importante en lengua hispana. Y lo recibió gracias a la novela Litio (Planeta, 2022).

Una de las más grandes paradojas que vivimos en la actualidad es que para combatir el cambio climático ocasionado por el deterioro ambiental que los seres humanos hemos provocado por el abuso de los combustibles fósiles es imprescindible recurrir a las llamadas “energías limpias”, como la eléctrica. Sin embargo, para producirla se requiere un elemento crucial: el litio. Y la fiebre por este “oro blanco” ha ocasionado que las grandes corporaciones mineras del planeta inicien una carrera de devastación ambiental para obtenerlo. Recurriendo a prácticas que van de lo cuestionable a lo directamente criminal. Y de eso habla precisamente la novela de Imanol Caneyada.

Lo que más sorprende de Litio es que se trata de una novela de personajes. El género negro se caracteriza, normalmente, por centrarse sobre todo en el argumento antes que en cualquier otro aspecto. Mientras que este libro se apoya en un amplio reparto de personajes por medio de los cuales Caneyada retrata todo el espectro social de los involucrados en esta historia de codicia, que tristemente no sólo existe en la ficción. Por un lado tenemos a los canadienses: Guy Chamberlain, un geólogo cuya vida familiar se desmorona; Marc Pierce, un “facilitador” que se encarga de realizar el trabajo sucio para que la minera pueda operar en México sin ningún tipo de oposición de los habitantes locales; y, finalmente, Margaret Rich, embajadora canadiense, quien vive desencantada de su labor debido a que actúa más como agente de ventas de la Inuit Mining Corp. que como diplomática. Del lado mexicano tenemos a María Antonieta Ochoa, la Mery, una mujer solitaria que tras abandonar la ciudad de Hermosillo y a su esposo, vive en el rancho de su familia dedicada al negocio del cultivo y venta de flores; su madre, Ana María Rendón, una mujer mayor que vive añorando el pasado cuando el Tazajal era un rancho ganadero; y Heriberto, un solitario vaquero entrado en años que permanece al lado de ambas mujeres debido a un rústico sentido de lealtad. Además, están los corruptos funcionarios, como el alcalde y el jefe de la policía municipal, quienes fungen como cómplices de las fechorías de la minera.

Es a través de este grupo, de sus pequeñas acciones, sus reflexiones, sus miserias personales, que el autor construye la historia de su novela. Los reportajes que vemos en la prensa, con su rigurosidad, su presunta “objetividad”, vuelven a este crimen perpetrado por las corporaciones una cosa demasiado lejana, demasiado abstracta, impidiendo que comprendamos su impacto en toda su dimensión, tanto ecológica, como social y personal. Pero con este texto tan humano, entendemos a la perfección cómo su avaricia está destruyendo al planeta, a comunidades enteras y a las personas que viven en ellas.

Y es que algo que se percibe en el texto es precisamente ese sentimiento de ocaso. De fin de una forma de vida, de pequeño apocalipsis. Gracias a la poderosa y bien construida prosa de Caneyada se trasmite una melancolía cuasi rulfiana por un final que se percibe como inminente. Esto se nota en Ana María, quien se siente como un fantasma vagando sobre las cenizas de lo que alguna vez fue su vida. Y no sólo hablo de los personajes mexicanos, cuyo pueblo agoniza por el abandono del gobierno y la presencia del crimen organizado. Sino también de los propios canadienses, cuyas creencias y esperanzas de un futuro brillante se evaporan como sueños de opio del capitalismo, una promesa de felicidad incumplida. Y la soledad es el hilo conductor de todos ellos. Son seres que se aferran a un sitio o una forma de vida destinada a desaparecer, lo cual termina por aislarlos, dejándolos en el más absoluto de los desamparos. Ahogados en un pozo de soledad.

Pero pese a este panorama desolador, la novela no se hunde completamente en el pesimismo. Al final queda una sensación agridulce, de que todos estos personajes reciben lo justo. Lo cual no quiere decir necesariamente que su final sea feliz, pero al menos sí satisfactorio.

Mi conclusión referente al viaje que fue Litio es que se trata de una gran novela, así sin más adjetivos, que te recuerda que la literatura todavía es capaz de sorprendernos. Y que se merece todos los aplausos y loas que ha recibido.

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